jueves, 20 de marzo de 2008

Recuerdos de Jo. El día D (III)




Seguir en casa no tenia sentido. Bajamos a las cuevas que ya albergaban a más de 6.000 personas. Casi al fondo de la primera, que era la más grande, nos dejaron un espacio de 4 x 4 metros.


Nuestra nueva residencia consistía en una buena capa de paja sobre la que colocamos unas mantas y nuestros pertrechos. Los nuevos vecinos nos advirtieron que se cometían robos, así que alguien tenía que quedarse (mis hermanas casi siempre) custodiando los enseres. Al cabo de unos días nos turnábamos en la vigilancia con las familias de ambos lados. El orden y la organización de esta especie de campamento me parecía algo natural. No me daba cuenta del esfuerzo, la abnegación, la entrega y la dedicación de unos pocos para servir a muchos.

Para alimentar a tanta gente se organizaban cuadrillas para ir a buscar leña, para recoger en un campo un animal herido o muerto, o para traer todo tipo de alimentos frescos que regalaban los vecinos y los campesinos de la zona. Los cocineros se afanaban para darnos tres comidas al día gratuitas. Todos los mayores se prestaban para ayudar también en la limpieza de la gran explanada continuamente llena de gente. Se cavaron unas letrinas, se habilitó un sitio para lavarse en una especie de abrevadero con varios grifos, y espacio para 2 duchas: las mujeres por un lado y los hombres al otro extremo del solar.

Cuando oigo la palabra “letrinas” siempre me acuerdo de la mère Moque. Todo el mundo la llamaba así. Era una mujer de unos cincuenta años, muy afable cuando estaba sobria, pero malencarada y peor hablada cuando había bebido (y esto ocurría una o dos veces al mes). Salía de su casa y se plantaba en medio de la calle, un poco más arriba de dónde vivíamos, para denostar a gritos al que se le acercaba o la miraba, sacando los trapos sucios de la gente conocida y desconocida. Era un espectáculo para niños y mayores. A mi de daba pena y vergüenza verla en aquel estado.

Un día se armó un alboroto en el refugio: una mujer se había caído en las letrinas. Era la mère Moque. Había bebido más de la cuenta, se fue a las letrinas, perdió el equilibrio y cayó de cabeza en el vaso. Cuando lo pienso ahora me hace gracia imaginar cuál sería su reacción contra sus socorristas.

Probar pan en las cuevas era un sueño imposible para todos, pero las mujeres no se arredraban. La panificadora militar estaba al lado, y decidieron ir en masa para abastecerse como fuera. Toparon con un guardia delante de las puertas cerradas. El centinela, un joven bajito y escuchimizado, con rasgos asiáticos, probablemente del ejército de Vlasov, se vio repentinamente rodeado por una marea de matronas exigentes. Estaba asustado, dudaba. Le iba la vida en ello y se rebeló cuando intentaban desarmarle. Apuntó a las más cercanas, formando con ello un vacío a su alrededor. Pero las mujeres no cejaban en su empeño, y cuando disparó por encima de las cabezas todos salimos corriendo. Mi madre no me soltó la mano ni un instante hasta llegar al refugio.

La vista y el oído son los únicos sentidos en alerta constante. Los proyectiles disparados por los acorazados se distinguían perfectamente. Cuando se oía algo similar a un silbido, no pasaba nada. Pero cuando se oía un FRRR cada vez más intenso, peligro inminente porque caerá cerca y te puede tocar. Los más temibles eran los morteros que explotaban en el aire a poca altura.

Mi madre, en los momentos de relativa tranquilidad, iba a casa para hacer tortas. En situaciones adversas, las personas se adaptan rápidamente a los contratiempos y minimizan inconscientemente los peligros o el riesgo. Aquel día íbamos a recoger a mi madre a casa. Mi padre a la derecha con su sombrero gris habitual, y yo a su izquierda intentando mantenerle el paso. Cuando llegamos a la confluencia de la Grande Rue con el bosquecillo, uno de estos proyectiles explotó en el aire a poca distancia. Mi padre dio un salto buscando protección entre los pinos, pero yo me quedé paralizado durante unos segundos sin reaccionar. No se que fue, pero algo me empujó con una fuerza inaudita, y me encontré tirado en el suelo cuan largo era. En el sitio que en el que me encontraba una décima de segundo antes, había un trozo de metralla del grosor de un puño. Mi padre, asustado, me preguntó: ¿Estás herido? Comprendió que le habían confundido con un soldado. Se quitó el sombrero y no volvió a utilizarlo.

Nos escondimos detrás de la primera casa que había enfrente, sin movernos. La pineda fue objeto, durante cerca de media hora, del blanco de la artillería. Pasado ese tiempo los disparos empezaron a desplazarse hacia las viviendas. Cruzamos agachados los tres jardines que nos separaban de casa, y encontramos a mi madre en compañía de la madrina de mi hermana Genia. Los Wojtyło –así se llamaba ella- tenían su casa al final de la calle. Por el relieve del terreno, la construcción de su edificio dejaba una covacha amplia bajo las escaleras y una parte de la cocina, con muros de hormigón muy gruesos. Dada la situación, era el refugio más seguro.

Nos dirigimos allí corriendo en línea, ocupando toda la anchura de la calle: la madrina, mi padre, mi madre con mi hermana Kikí de 20 meses en brazos, y yo en la parte izquierda. En un momento dado cogí a mi madre por el brazo y le dije: “Mamá, no corras tan deprisa”. Redujo algo la carrera, y en aquel mismo instante vi y oí caer a menos de un metro de nosotros dos trozos de metralla. Era la segunda vez que tropezaba con esto en menos de una hora.

La primera era grande, negra con un halo de calor. Estas parecían esquirlas brillantes, del tamaño de una falangeta. Se las ve rodando al mismo tiempo que oyes el golpe. No hay posibilidad de reaccionar: si te alcanzan estás perdido sin remisión.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Bravo Jo!
Si en lugar de tantos debates electorales, le hubieran regalado un par de horas televisivas para que nos pudieras haber contado tus historias...
Tal vez, ahora seríamos más humanos, más fuertes, más sabios.
Tal vez sabríamos cómo enfrentarnos a la guerra de cada día.
Tal vez recuperaríamos la fe en la condición humana.
Por eso es tan importante que nos cuente sus historias.
Porque usted no cuenta historias de una guerra.
Usted nos habla de la condición humana.
Y a la infantería actual, sin generales ni capitanes competentes, sus historias, nos llenan un hueco.
Hágaselo saber a Jo, Paul Newman, hágaselo saber.
Es muy importante que Jo nos cuente.
Que sepa que sus historias nos enriquecen.
Necesitamos capitanes que levanten las banderas.
Banderas de nuestros padres.

Atentamente. Driver.

Paul Newman dijo...

No lo dudes Driver. Se lo diré hoy mismo sin falta.