lunes, 18 de enero de 2010

Munilla, ecce homo

DECÍA Chesterton que el mundo moderno está invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. ¿Y cómo se vuelven locas las virtudes? Se vuelven locas cuando son aisladas unas de otras, cuando son obligadas a vagar en soledad. Así, la justicia sin misericordia se vuelve crueldad; la misericordia sin justicia se vuelve laxitud relativista; la humildad sin magnanimidad se vuelve falsa modestia; y la magnanimidad sin humildad se vuelve activismo vanidoso. También la caridad corre el riesgo de convertirse en una virtud loca, cuando se separa de la verdad; o, dicho más gráficamente, cuando las obras de misericordia corporales se separan de las obras de misericordia espirituales. Sobre el peligro del divorcio entre las obras de misericordia corporales y espirituales ya alertaron en el pasado multitud de pensadores cristianos, entre ellos Donoso Cortés, quien avizoró que una Iglesia que tratase de justificar su lugar en el mundo mediante el mero auxilio a las necesidades materiales de los pobres acabaría siendo desplazada por los Estados; pues llegaría un tiempo en que los Estados dispondrían de mayores medios para satisfacerlas. Ese tiempo ya ha empezado a llegar; y, desplazada de su lugar en el mundo, la Iglesia tiene que resignarse a actuar como una especie de «capataz de obra» -uno más entre muchos- en medio de la «orgías solidarias» que el Mátrix progre decreta, a toque de trompeta, cada vez que se desencadena una catástrofe de dimensiones atroces en los arrabales del atlas.
Al Mátrix progre le ocurre como a aquel personaje de Los hermanos Karamazov, que «cuanto más ama a la Humanidad en general, menos ama a la gente en particular, como individuos». Frente a este activismo vanidoso en el que se zambullen las sociedades que necesitan ahogar las ladillas de la mala conciencia, se sitúa la caridad cristiana, que necesita -porque tiene fe en la Encarnación- encarnarse en el dolor del prójimo. Y encarnarse en el dolor del prójimo significa algo más que limpiar de escombros un país destruido o abastecer de alimentos a una población famélica, cosas que a fin de cuentas pueden lograrse con dinero; encarnarse en el dolor del prójimo significa restaurar su corazón quebrantado, cosa que ni todo el dinero del mundo puede lograr. Y para restaurar los corazones quebrantados -para que el ejercicio de la caridad no se convierta en una virtud loca, en un mero activismo vanidoso- hace falta consolar al triste, hace falta sufrir con paciencia los defectos del prójimo, hace falta corregir al que está en un error, etcétera. Hace falta, en fin, preocuparse por la salvación de las almas, que se supone que es el cometido principal de un cura (como su propio nombre indica), y principalísimo si se trata de un obispo. Munilla, preocupado por la salud de las almas, descubre males espirituales que son también catastróficos, y que no acontecen sólo en los arrabales del atlas, sino también y sobre todo aquí, en esta parcela del mundo invadida por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas.
A nadie que no tenga obturado el entendimiento por la propaganda del Mátrix progre se le ocurriría pensar que esta preocupación de Munilla por los males espirituales que han quebrantado el corazón del hombre discurre ajena a la preocupación por los males corporales que acarrea un terremoto. Pero el Mátrix progre, engolfado en sus «orgías solidarias», se revuelve furioso y escandalizado, porque no admite que se recuerden las enfermedades del alma, contra las que no vale todo el dinero del mundo; y en cuyo mantenimiento sostiene su dominio. Y al obispo Munilla, ante un mundo que ha convertido la caridad en una virtud loca, separándola de la verdad, no le queda más remedio que callar, como hizo Jesús en el pretorio, mientras crece el clamor rabioso de la multitud cretinizada: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!».

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡¡¡ESPLENDIDO!!!