Alegrías que compensan los malos momentos

Como ya he contado alguna vez, me dedico a la enseñanza. Doy clases a alumnos de la ESO y de bachillerato. Y creo que todos sabemos cómo está la enseñanza media en España: un horror. Esto se lo debemos a todos los gobiernos que ha habido desde hace 30 años. Pero de esto hablaremos otro día.

Tengo que reconocer que me gusta lo de tratar con adolescentes. Me lo paso muy bien con ellos, me llevo bien con casi todos y me dedico a lo que de verdad me gusta. Como en cualquier trabajo, hay también cosas negativas. Siempre he dicho que lo peor de la enseñanza son los padres. Y es así. Muchos padres siempre critican nuestro trabajo y hasta nos dicen cómo tenemos que hacerlo. Líbreme Dios de decirle yo a un padre médico o arquitecto, cómo tendría que llevar a cabo su labor diaria. Pero bueno, ellos sí opinan sobre cómo lo hacemos. Si solo se quedase en esto, no pasaría nada. Lo peor es que les damos consejos sobre cómo se debe educar a un hijo y se los pasan por dónde yo me sé. No te hacen caso y además, suelen hacer lo contrario de lo que les dices.

Pero esto tampoco era el motivo de la entrada. Hoy he tenido la última clase con los de 2º de bachillerato. La semana que viene tienen los finales y luego la selectividad. Así que, me he ido hacia la clase dispuesto a terminar los últimos flecos del temario. Y cuando he entrado... se han puesto todos de pie a aplaudirme. Me he quedado de piedra. En la pizarra habían escrito mi nombre y me daban las gracias por todo lo que había hecho por ellos.

La verdad es que me he emocionado. Se lo he agradecido muchísimo y, dentro de mi, he sentido un orgullo que no se puede explicar con palabras. Les he dicho que los iba a echar de menos, que habían sido un grupo muy bueno y de muy buenas personas. Y luego ya he comenzado la clase más ancho que nada.

Momentos así son los que hacen que la vida merezca la pena y anulan todos los sinsabores de esta profesión.

Gracias a los quince.